28/2/11

Relato III


Había comenzado caer, como en tantas otras mañanas de verano en la ciudad de Buenos Aires, no mas que una llovizna que pretendía, sin demasiado logro, disimular un calor copioso y en exceso cargado, muy característico de esta ciudad. Las lágrimas dulces se acomodaban a gusto sobre las cabezas de los transeúntes que buscaban con una urgencia demencial un lugar donde guarecerse de tan descontrolada marabunta acuática, pérfida manifestación de lo que en algunos lugares llaman naturaleza.

Como es bien de los que charlan cotidianamente con ella, iba más que agradecido con la disfrutada unción del bautismo precipitado, desenredando, con cautela y paciencia dignas de la mejor abuela-de-las-de-antes, todo tipo de marañas recurrentes en los que, como yo, viven sin pertenecer a este lugar.

El camino a recorrer era de unas veinte cuadras aproximadamente y el calor no parecía ceder a los caprichos de la llovizna fresca; por lo que decidí comprar un exprimido de naranja, lo suficientemente frío como para camuflarme a mi mismo de alguien debidamente refrescado.

Al llegar a la estación, justo antes de sacar el boleto a destino, recordé de mala gana, pero muy oportunamente, que por motivos de un accidente hacia no más de dos días, la formación no llegaba al destino que pretendía arribar.

Un poco descolocado frente a la ruptura de una rutina de viaje casi metódica, me vi en la necesidad de dimitir de mi compra y optar por un nuevo método de traslado.

En primer lugar pensé que sería una buena idea tomar un colectivo que me acota considerablemente el camino; pero...

-"No che! Que una de las pocas cosas de disfruto de la semana es el viaje en tren!"-

Seguro de mi decisión, tomé entonces el subte hasta la estación de la otra línea que me acerca a mi ciudad. Obstinadísimo, teniendo en cuenta que, en relación con el otro tren que me deja a diez minutos caminando de la vieja casa, este segundo me alcanzaba a no menos de veinte minutos en colectivo. Sin embargo, feliz, no dude en continuar mi recorrido.

Llegado a la terminal, me dirigí a las ventanillas y procedí a sacar el boleto de viaje, verifiqué en la cartelera que aun faltaban unos quince minutos para la partida del transporte bienquerido.

Luego de atravesar los molinetes, transité el anden hasta llegar al tren, entré en un vagón y comienzé a recorrer de manera tal de poder seleccionar un asiento acorde a mis necesidades (tanto concientes como inconcientes, como gusta describir un amigo).

Casi no hay nadie en ninguna sección, observo. No camino mucho más y me acomodo en un asiento del lado de la ventanilla mirando en dirección de avance.

Dispuesto ya, me dispuse a leer un libro que desde hace días me venía transportando por innumerables y fantásticos lugares. Las puertas del vagón se cerraron casi en silencio y el tren comienzó su marcha. Por la ventana se aventuraba una brisa fresca y renovadora que, a momentos, dejaba depositada sobre mi rostro algunas de las reliquias de agua que desprendían a su antojo las nubes.

De pronto un berrido electrónico muy a distono con la situación me cort0 la lectura. El celular comienzó a gemir en midi sin percibir mi cara de sorpresa ingrata, pensando casi sin lugar a dudas que se trataría de alguna de esas tan insistentes promociones de créditos imposibles o alguna poco necesaria acotación sobre un tema ya resuelto. Lo silencié a fuerza de presionar botones lo mas aleatoriamente posible, y leí el mensaje: "nos vemos hoy?".
No era de cualquiera. No, era de esa persona.

El aire entraba por la ventana con su compañera la llovizna más amena, incluso, que antes; retomé el libro con una sonrisa.

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